No es ningún secreto que paso gran parte de mi tiempo hablando mal de League of Legends, y tratando de que mis amigos dejen de jugar.
Bien podría ser cosa mía, pero la verdad es que la gente se vuelve más douchebag mientras más juega LoL, les ha pasado a varios amigos, y también me pasó a mí…
Escuché por primera vez el nombre de ese juego poco tiempo después de que mis amigos me convencieron de entrar a los servidores oficiales de World of Warcraft. Por el famoso sistema de «recluta un amigo» todos estaban tratando de convencer al resto del grupo para que se unieran como sus reclutas y ambos disfrutaran de los beneficios de jugar juntos (en mi caso, la bonificación de experiencia por ir en party). Se me ocurrió la brillante idea de aceptar la invitación de Karlo, pensando que podríamos sacar bastante provecho del tiempo que duraba el «bonus»… Al final jugué con casi todos menos con él, pues en ese momento estaba traumado con su nuevo juego: League of Legends.
Un par de años después, durante mis últimos meses en Veracruz, pasaba gran parte de la semana en casa de mis amigos Einar y Axel, jugando WoW y de vez en cuando Magic: the Gathering. Empezaba a pasar más tiempo ahí que en mi casa y que en la escuela.
Fui conociendo a varios de sus amigos, también visitantes frecuentes de su casa, e iba viendo como poco a poco todos abandonaban WoW para enfocarse en el juego competitivo de League. Hasta cierto punto disfrutaba ver sus partidas, sus cagadas y sus mentadas de madre cuando las cosas no salían como querían.
No tardé mucho en sentir curiosidad por ese juego e instalarlo en mi computadora. Jugué unas cuantas partidas con ellos, pero en general prefería entrar solo, para ir aprendiendo, un paso a la vez.
Al poco tiempo, cuando por fin instalaron teléfono e Internet en mi casa (la casa número 11), ya contaba con la privacidad suficiente para jugar sin que nadie me molestara, y es que para un juego como ése es necesario perderles el amor a 40 minutos de tu vida, pues no hay pausas y desconectarte con frecuencia te hace acreedor a un veto cada vez más prolongado.
Un buen día estaba jugando una partida en la comodidad de mi cuarto, cuando de pronto tocaron el timbre. No era para mí, no podía ser para mí, pues en esa casa nadie me visitaba. Y como no era para mí, no tenía caso que bajara a abrir.
¿O sí? Un minuto después, el timbre volvió a sonar.
Perdí la concentración en el juego, no era realmente un buen jugador, pero en ese momento juraba que la persona que tocaba el timbre tenía toda la culpa de mi mal desempeño.
Seguí jugando. Mi champion murió al tiempo que volvía a sonar el timbre, esta vez fueron varios timbrazos seguidos, como tratándose de algo de vida o muerte.
Tenía unos segundos para bajar las escaleras y ver de qué se trataba, así que salí corriendo y abrí la puerta.
Era Belén, amiga mía pero más que nada amiga de mis roomies. Nadie la estaba persiguiendo, no se estaba refugiando de un diluvio o un huracán, solo quería entrar en lo que llegaban sus amigas.
Le cerré la puerta [casi] en la cara, me habría llevado menos tiempo darle las llaves y gritarle que cerrara ella misma mientras subía nuevamente para regresar a mi juego, pero mi enojo pudo más.
Está de más decirlo, pero ese día perdí una amiga… y también perdí la partida.
Moraleja: los juegos online son del diablo.
¡Ah! Y si se preguntan por qué ésta no fue la continuación de «Contrato por 6 meses»… me la pasé jugando Hearthstone.